Se acaba de terminar la (feliz) Navidad con la apoteosis final de regalos y sonrisas infantiles que dejan los (felices) Reyes. Se supone que es la fiesta de los niños (felices). Qué felicidad.
Hace no demasiado, entre las noticias de finales de año, aparecía la ya habitual sobre las búsquedas más repetidas en Google. Las que tienen que ver con la “felicidad” ocupan siempre un buen lugar en el podio. Tiene sentido: padres interesados en el secreto de la felicidad le preguntan a Google cómo es la cosa. Seguro que esos padres bienintencionados quieren, a su vez, hijos felices: esto lo quieren muchos, pero lo refieren todos entre sus propósitos educacionales. “Que mis hijos crezcan felices” o “que mis hijos sean felices” está en el primer lugar en la lista de objetivos de todo buen progenitor.
Claro, cómo no sumarse a la aplastante y engañosa lógica. Matizando. También yo quiero hijos felices. Pero quiero algo más; quiero que sepan que no lo van a ser muchas veces, y quiero también –ambiciosa que es una– que sepan qué hacer cuando no lo sean. Quiero hijos (no solo hijos, sino niños y niñas así, en general) que sepan que la infelicidad, el dolor y la frustración forman parte esencial de la vida, de sus todavía cortas vidas; que no obvien que el sufrimiento existe y existirá, les acompañará a ellos y a aquellos con quienes quieran o tengan que compartir el tiempo de sus vidas.
En casa encendemos la tele a la hora del telediario. Las niñas preguntan curiosas e inquisitivas todo lo que se les ocurre o no entienden y los padres, aturullados, lidiamos con las respuestas intentando salir airosos de cuestiones sobre guerras, extorsiones, tecnologías, hambrunas, enfermedades, abusos… Es una manera de estar en el tiempo, en un tiempo y un lugar tan maravilloso como Occidente donde, por regla general, sale agua de los grifos. Y hasta es caliente. Y donde se pulsa un interruptor et voilà, se hace la luz. También esto merece la pena remarcarse porque si no se corre el riesgo de crecer en un espléndido aislamiento donde niños “felices por encima de sus posibilidades” acaban convirtiéndose en adolescentes inconscientes, ignorantes y peligrosos que hacen de su última y súbita apetencia un criterio de movilización mundial.
Peligrosos, sí: traten de arrebatarle el móvil (es decir, su vida) a un adolescente en celo tecnológico o en plena trama de una cita importante bajo criterios como haber suspendido muchas o todas las asignaturas o haber descubierto que trapichea… No lo va a entender, no va a “tolerar” (la palabra, que antes se relacionaba con los padres o autoridades ahora se usa al revés) el castigo. Y antes que el castigo, tampoco soportará una regañina ni casi un consejo que vaya en contra de su comportamiento o de su voluntad: son seres que no toleran (de nuevo) la frustración aunque venga disfrazada con buenas o alternativas formas.
“Déjame en paz”, “no me da la gana” y “no me sale de los cojones” están entre los “argumentos” que dominaba el protagonista del relato del libro de Manuel Jabois, Nos vemos en esta vida o en la otra (Planeta), sobre Gabriel Montoya, el único menor inculpado por el 11M. Nadie le tosía, nadie podía contradecir a ese pequeño rey del mambo fascinado solo por el gran rey del mambo y los excesos que era Suárez Trashorras, el delincuente que cambió droga por los explosivos que mataron a casi 200 personas en los trenes de Madrid. Los porros, la Play y una gran pantalla de TV eran los muros dentro de los cuales se desarrollaba su vida doméstica: una trinidad de evasión perfecta con la que dejar fuera cualquier tipo de incomodidad o sufrimiento que pudiera comportar la siempre molesta realidad.
Por todo ello los padres buenistas que somos empeñados en buscar la felicidad hasta el ridículo y en que nuestros hijos crezcan satisfechos deberíamos dejar de pensar tanto en ella y pasarnos al lado oscuro de la infelicidad y la desdicha. Solo hablando de ellas, conociéndolas y asumiéndolas hasta domesticarlas llegaremos a saludarlas como las compañeras (separables por momentos) de vida que son y quién sabe, igual de este modo nuestros hijos no tengan que buscar “cómo ser feliz” en Google.