Las cartas de Scott Fitzgerald recopiladas en El arte de perder (Círculo de Tiza) se convierten en la crónica de un hombre acosado por las deudas, la enfermedad, las dudas sobre su valía… Un ser torturado por los otros y sobre todo por sí mismo. Este es el relato en segunda persona de una vivisección.
¿Cuánto es capaz de soportar un hombre antes de su caída? ¿Cuánto esta dispuesto a luchar? Pero este no es un relato de buenos y malos, de modo que ¿cuál es la carga que este (hombre) y esta (situación) suponen para quienes los conocen? ¿ Y cuánta su culpa? A juzgar por la lectura de las cartas de Scott Fitzgerald mucho, muchísimo, podría ser la respuesta a todas las preguntas iniciales, pero pese a esa cantidad de sufrimiento, nada es comparable con el escalpelo que abre las carnes del escritor, el verdadero leitmotiv que cruza el libro entero y aparece página a página: dinero, dinero, dinero sustituyendo al clásico “palabras, palabras, palabras”.
«Si al menos muriera, ella y Zelda recibirían el dinero (…)»
En el magnífico prólogo que hace el también traductor Martín Schifino señala: “Nadie que haya pasado una velada con escritores se sorprenderá de que aquí se hable mucho de dinero”. La sorpresa es hacerlo explícito. Fitzgerald lo hace constantemente. El éxito alcanzado con su primera novela A este lado del paraíso nunca volvió: fue el anzuelo que lo lanzó a lo más alto de la esfera pública y que, a la postre, le acabó sacando las tripas. Fitzgerald pide dinero sin descanso a su editor, a su agente, a sus amigos…. Incluso en las cartas a su esposa, a su último amor y a su hija habla de dinero. Con frecuencia ni siquiera pide para vivir, sino para rebajar deudas o préstamos, el mismo objetivo para el que escribía cuentos y guiones que no hacían más que minar su confianza como escritor. “Escribir basura ya no me resulta tan fácil como antes y he llegado a odiar ese viejo formato depravado”. Como escritor le interesaban sus novelas, pero estas eran fruto de años de esfuerzo y si finalmente las expectativas no se cumplían (y tras el éxito iniciático no se cumplían) el batacazo era para el bolsillo y la autoestima. Y mientras tanto, entre novela y novela había que hacer frente a facturas, mantener a una hija en la distancia, “solventar lujos como la locura” que atenazaba a su esposa Zelda en peregrinaje por diversos siquiátricos… Fitzgerald sopesa en términos económicos incluyo su propia muerte: “Si al menos muriera, ella y Zelda recibirían el dinero de la póliza de seguros y sería un alivio general”.
Lo realmente deprimente
“Pero ya basta de asuntos medio deprimentes; pasemos a los realmente deprimentes”, escribe Scott Fitzgerald a Ernest Hemingway en 1929. A continuación escribe: “Mi última tendencia es desplomarme a eso de las 11 p.m. con lágrimas en los ojos o con la ginebra subiendo hasta el borde y rebosando y decir a los amigos y conocidos dispuestos a oírme que no tengo un solo amigo en el mundo y que, de todas manera, no quiero a nadie, en general, incluyendo a Zelda y a la compañía de turno”. Preciso resumen de lo que para Fitzgerald era lo realmente deprimente: él mismo, lo que era y en lo que se había convertido. Por suerte, era bien consciente de las razones de la situación. “Recuerda que, durante todo ese tiempo no culpé a nadie salvo a mí mismo”, escribe a su esposa en una de las cartas más desgarradas y desgarradoras. “Yo tenía tal complejo de inferioridad que no podía lidiar con nadie sin haber bebido”, prosigue. Lo escalofriante de este libro es que sitúa al lector delante de una vivisección dirigida por un cirujano, que lo es de sí mismo. Ninguna autocomplacencia hay en el derrumbe. El autor avanza hacia su fin implacable. “Se me han ido cinco años y soy incapaz de decidir quien soy, si soy alguien”; “para un talento exiguo como el mía no existe ese problema. Yo debo incluirlo todo para tener lo suficiente, y aún así a menudo no me alcanza”; “Tú vida ha sido una desilusión, como la mía”; “Me alegra que ya no me tengas respeto ni afecto (…). Te amé con todo lo que tenía para dar, pero algo marchaba tremendamente mal. No hay que buscar mucho el motivo: yo”. Las últimas palabras van dirigidas a Sheilah Graham, su última pareja.
«Atentamente desde este infierno de vida y tiempo»
Scott Fitzgerald murió en su apartamento, en Nueva York, a los 44 años. No le hizo falta suicidarse; sufrió un ataque al corazón. Las líneas finales de este texto serán, como no, las de una de las despedidas de las cartas que integran El arte de perder: “Atentamente desde este infierno de vida y tiempo, Scott Fitzgerald”.