Desde todas sus facetas, y eran muchas, William Morris (1834-1896) se dedicó a luchar contra lo que había supuesto la revolución industrial para el individuo. Según él, lo había anulado; el trabajo penoso y esclavo lo había reducido a un mero engranaje reemplazable destinado a repetir las mismas mecánicas y embrutecedoras acciones. Como novedad, además del análisis, Morris ofreció su personal solución: recuperar una forma de trabajo que tuviera como modelo los artesanos medievales. Una labor minuciosa que conjugara creatividad, goce en la ejecución, utilidad y belleza; solo así se llegaría a añadir belleza al mundo. Se tomó en serio sus palabras y esa fue su labor, especialmente destacada en lo que se refiere al diseño textil y de papeles pintados caracterizado por motivos, delicados y repetidos, inspirados en la naturaleza. Curiosamente los productos que salían de su taller eran tan complejos en su producción que solo las clases adineradas podían llegar a permitírselos.
En la conferencia, de revelador título, Cómo vivimos y cómo podríamos vivir, reunida en un libro de Pepitas de calabaza junto con otras dos: Trabajo útil o esfuerzo inútil y El arte bajo la plutocracia, declara:
“Temor y esperanza, he aquí los nombres de las dos grandes pasiones que rigen al género humano y con las que los revolucionarios han de lidiar: infundir esperanza a la mayoría oprimida y temor a la minoría opresora, este es nuestro cometido. Si hacemos lo primero e infundimos esperanza a la mayoría, la minoría habrá de temer esa esperanza; no queremos asustarlos de otro modo: no es venganza lo que queremos para los pobres, sino felicidad; porque en efecto, ¿qué venganza podría tomarse por tantos miles de años de sufrimientos de los pobres?
Sin embargo, muchos de los opresores de los pobres, la mayoría diríamos, no son conscientes de serlo (y enseguida veremos por qué). Viven de un modo ordenado y tranquilo, muy lejos de sentir lo que sentía el propietario de esclavos romano o un Simon Legree. Saben que los pobres existen, pero sus sufrimientos no se les hacen presentes de un modo incisivo y dramático. Ellos mismos tienen males que soportar, y sin duda piensan que soportar males es la suerte común de la humanidad; tampoco tienen medios de comparar los males de sus vidas con los de quienes están por debajo de ellos en la escala social; y si acaso alguna vez irrumpe en su conciencia el pensamiento de esas cargas más pesadas, se consuelan con la máxima de que la gente se acostumbra a los males que le toca soportar, sean cuales fueren. Y en efecto, al menos en lo que atañe a los individuos, esa es una gran verdad (…)”.