Existencialismo: filosofía de cóctel

Con especial atención a Sartre, Beauvoir, Merleau-Ponty y Camus, el último libro de Sarah Bakewell recupera la vida y la obra de los existencialistas  Para ellos, no era posible entender una sin la otra (y al revés), lo que constituye una de las claves de dicha filosofía. 

A poco que se haya estado relacionado con la filosofía es posible que se tengan nociones sobre aquella corriente que nació hacia la tercera década del siglo XX y cuya influencia se extendió hasta casi su fin. Llegan a la cabeza imágenes de cafés llenos de humo donde personajes taciturnos con jerseys negros de cuello vuelto escribían, bebían, fumaban y discutían afectadamente con todo aquel que se acercara. Y bueno, sí… Pero no. O no solo eso. Esa es la imagen que hizo fortuna, pero hay otra –u otras– igualmente verdaderas como es la de filósofos vestidos con camisas de cuadros, que bailaban en clubes de jazz, que reían a carcajadas y se peleaban a puñetazos, que tarareaban canciones (y les ponían letra) y disfrutaban… Cómo disfrutaban.

Existencia, esencia y libertad

La fórmula de Sartre: “la existencia precede a la esencia” despacha unos cuantos siglos de teorías esencialistas. Para él y para su filosofía, lo único que cuenta es la manera en que uno va dando forma a su existencia concreta, de modo que la esencia, caso de existir, será siempre una esencia subordinada, “al paso” de la existencia. En el libro En el café de los existencialistas, publicado por Ariel, Sarah Bakewell arranca con una anécdota ocurrida en uno de esos lugares de reunión: el filósofo y sociólogo Raymon Aron les estaba contando a Sartre y a Simone de Beauvoir qué era aquello de la fenomenología que venía de Alemania y para ello les explicó que esa corriente trataba de volver sobre las propias cosas y que por tanto se podía hacer filosofía sobre todas ellas, incluidos los cócteles de albaricoque que tomaban. Igual no faltó un chasquido de los dedos o un voilà: con la fenomenología como punto de partida, Sartre ideó una filosofía que sería “de cócteles de albaricoque… y de los camareros que los servían”. Como afirma Bakewell “también de la expectación, del cansancio, de la aprensión, de la emoción, de subir andando una colina, de la pasión por un amante deseado y la repulsión por otro no deseado, de los jardines parisinos, del frío mar de otoño (…)”. La filosofía, entonces, era la vida o no era. En junio de 1940, Sartre anotaba en su diario: “mi vida y mi filosofía son una y la misma cosa”.

Elemento privilegiado para construir una existencia propia son las decisiones. En ellas pueden confluir factores biológicos, sociales o morales, pero ninguno como condicionante: frente a ellos uno siempre tendrá el poder de pensar y actuar libremente, según sus propias decisiones. Esa tensión constante, esa urgencia genera una incómoda ansiedad (un siglo antes, el precursor del existencialismo Soren Kierkegaard había hablado de “vértigo”) y una insoportable responsabilidad, pues las decisiones conectan al individuo con el resto de la humanidad y con la historia.

Filosofía para un tiempo

Los años de universidad, viajes, y primeros trabajos para la pareja nuclear del existencialismo que componían Sartre y Simone de Beauvoir, la década de los 30, fueron de inquietudes y búsquedas. Pensaban filosóficamente y plasmaban sus teorías ayudados de la ficción. La náusea había convertido a Sartre en un autor de éxito, mientras que Beauvoir escribía La invitada. Por supuesto estaban también entretenidos con la extraña pareja abierta que componían, dejando boquiabierto al resto del mundo, aunque en realidad eran fieles a su compromiso, ante todo, con la libertad.

Pero ese tiempo se iba a cerrar de forma dramática; desde setiembre de 1939, Francia estaba oficialmente en guerra con Alemania. Con una salud siempre débil, Sartre no estuvo en primera línea, como su amigo Merlau-Ponty, sino en un puesto de observación meteorológica, lo que aprovechó para escribir y leer de la forma insaciable que lo caracterizó. Allí concibió su fundamental El ser y la nada aunque como le escribió a su compañera: “si la guerra sigue a este ritmo lento y soñoliento, cuando llegue la paz habré escrito tres novelas y doce tratados filosóficos”. Tras esa plácida descripción, Sartre cayó prisionero, pero obtuvo un permiso para ser tratado (los ojos, de nuevo) fuera del campo y no volvió. De vuelta en París había mucho por hacer: era el momento adecuado para que sus planteamientos filosóficos se las vieran con la práctica; organizaron un grupo de la Resistencia llamado Socialisme et Liberté, escribían para Combat, fundaron Tiempos modernos, mientras continuaban con su frenética producción literaria.

La paz fue también el tiempo de las represalias: fueron juzgados y ajusticiados antiguos colaboracionistas, lo que supuso la ocasión de mostrar las cartas: Camus exhibió su firmeza contra la pena de muerta. Sartre y Beauvoir no lo tenían tan claro. “Se preguntaban –escribe Bakewell– si no podría haber casos en que el daño producido por el Estado fuera justificable”. Como Merlau Ponty escribía: “La guerra ha tenido lugar” y no era momento de ser remilgados, pues todos andaban con “las manos sucias”.

Con el shock de la guerra, la sociedad de aquella época había aprendido algunas cosas importantes; que se podía destruir a sí misma, a su historia. Había que preguntarse entonces si querían seguir viviendo y si la respuesta era afirmativa había que cuestionarse cómo: existencialismo en vena.

Los ojos de los menos favorecidos

El comunismo soviético supuso una oportunidad inmejorable para poner a prueba esa filosofía de las decisiones que era el existencialismo. Lo malo es que las decisiones de Sartre no iban nunca en la misma dirección: lo apoyó, lo criticó y se granjeó por ello un buen número de enemigos de todas las ideologías.
Para responder a quienes le atacaban y le reprochaban como Raymond Aron “estar dispuestos a tolerar los peores crímenes mientras se cometan en nombre de las doctrinas adecuadas”, Sartre ideó una especie de rasero ético que consistía en pasar cualquier conflicto por los ojos de los más desfavorecidos. Los disturbios raciales en EE.UU., las luchas independentistas de Argelia o los ataques anticoloniales de Indochina encontraron en la pareja de filósofos un aliado fiel. No solo en lo que se refería a las sociedades lejanas, Beauvoir y su obra El segundo sexo se convirtió en la biblia del feminismo para mujeres de todo el mundo mientras que el caso particular de un solo hombre, Jean Genet, el ladrón y prostituto reconvertido en escritor, atrajo poderosamente la atención de Sartre, quien le dedicó una extensa y compleja biografía.

Es posible que la conquista de libertades y derechos sociales, el auge de las minorías, supusiera, en cierto modo, la decadencia de un existencialismo siempre preocupado con el porvenir. Pero ahora el renovado debate sobre la libertad en un mundo hiperconectado devuelve a la actualidad con toda su potencia la eterna preocupación existencialista sobre la libertad, cómo vivirla y para qué usarla.

 La filosofía ¡qué espectáculo!

Después de la guerra, la sociedad estaba hambrienta de explicaciones sobre el pasado y sobre el futuro. Los filósofos existencialistas elaboraron teorías que con sus ricos matices eran consumidas –sí, sí, consumidas– por el gran público. Por su hiperactividad, vehemencia, locuacidad y generosidad Sartre era reclamado para participar en debates, conferencias, viajes… En 1945 hubo desperfectos en el parisino Club Maintenant donde Sartre dio una charla que luego se plasmaría en el libro El existencialismo es un humanismo. La revista Time tituló “Las mujeres se desmayan”. Y era verdad, debido al gentío que con y sin entrada (las taquillas fueron asaltadas) había en la sala. Sartre era famoso, un famoso tal y como los conocemos hoy. Sus polémicas no hicieron sino alargar su pequeña estatura. Cuando años más tarde, en mayo del 68, los estudiantes se revolvieron, lo eligieron para hablarles desde un auditorio de la Sorbona que reventaba. Y su entierro, el 19 de abril de 1980, fue la última manifestación de su tirón popular: 50.000 salen a la calle para despedirse del filósofo. Inevitablemente hubo también algunos incidentes…

(Este texto, con ligeras variaciones, apareció en el número 219 de la revista La Aventura de la Historia). 

 

 

 

 

 

Publicado por

Pilar Gómez Rodríguez

Periodista cultural. Escribo sobre filosofía, literatura, arte, diseño arquitectura... Los libros casi siempre andan por ahí. Publico en digitales y medios impresos como La maleta de Portbou, Coolt, El Salto, Nueva Revista, La Marea... Colaboro con publicaciones como “Diseño interior”, “La aventura de la Historia” o “Descubrir el Arte”. Y soy escritora. Autora de tres obras publicadas: los libros de relatos "Siete paradas en el país de las sombras", en Edaf; "La carretera de los perros atropellados" en Xorki; y la novela "La otra vida de Egon", en Gadir. Me encontráis en letrasyfilo@gmail.com

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