Cada 20 de noviembre se celebra lo que se solía llamar “el día del niño”, que ahora es el “día del niño y de la niña” o “de la infancia”. Quienes hoy andamos convertidos en padres y madres, superando los 40, no supimos de pequeños que había un “día del niño” porque en realidad no había días de nada. Pero de haberlo sabido no hubiéramos reparado en si era el día del niño y solo de los niños varones. Nos daba igual: en ese saco entrábamos todos.
Años después me sigue pasando. Me siento cómoda y acogida en el masculino plural, que la RAE sigue diciendo que es la forma –y la norma– que aglutina a todas las personas sin distinguir su sexo. He formado parte de grupos de “trabajadores” y de “vecinos” sin más, sin reparar en que igual faltaban unas cuantas “trabajadoras” o “vecinas”, entre ellas, yo.
Pero el pasado domingo 20 de noviembre aprendí algo: era “el día del niño” y así lo dijeron en la radio. “Pues aquí no hay ningún niño”, contestó mi hija de seis años. Tiene una hermana de dos y, efectivamente, en casa no hay ningún niño de los de colita. Eso es lo que ella entendió. Ella, como seguramente tampoco lo hará su hermana –como seguramente les pasa a miles de niñas– no se sienten representadas ya cuando oyen hablar de “el día del niño”. ¿Hay que decir entonces “el día del niño y de la niña”? Quizá sea suficiente con confrontar ambos tiempos, ambas realidades: a la pregunta por el lenguaje inclusivo se impone la contundente realidad del lenguaje excluyente. Lo saben hasta los niños. Y las niñas.
Interesante reflexión, Pilar.