Menéndez Salmón: «No responder, preguntar; no ilustrar, inquirir»

A menudo los personajes de Menéndez Salmón se hacen las mismas preguntas que los filósofos. ¿Cuál es la diferencia? De las relaciones entre literatura y su hermana, la filosofía, hablamos con el escritor asturiano.

Con su última novela, El Sistema, ganó el premio Biblioteca Breve Seix Barral. Ese adjetivo le va bien más que a ese libro (más extenso de lo habitual) al conjunto de su obra, compuesta por obras en su mayoría breves. Breves y buenas. Aunque este último adjetivo es de riesgo, porque ¿qué es una novela buena? Aquí sostenemos que debe ser una invitación, un viaje, algo que acontece paulatinamente, con vaivenes, alguna sorpresa. Y momentos turbios e incómodos, que hagan revolverse en el asiento y quedarse pensando al cerrar el libro. No deben proporcionar una “buena experiencia”, sino una “experiencia”. Sin más. Buscamos a Ricardo Menéndez Salmón para hablar sobre las experiencias de sus novelas, sobre la de escribir, sobre las relaciones entre la literatura, la escritura y la filosofía. Él estudió filosofía y, aunque no es filósofo, de alguna extraña manera, es posible que ejerza en los libros.

P: Tiene estudios de Filosofía. Si no los tuviera, seguramente hubiera sido escritor, pero –seguramente también– no hubiera sido el mismo escritor. ¿Qué cree que aporta esa formación a su literatura?

El arsenal de las ideas. Con Camus, tal y como expresó en El hombre rebelde, entiendo que la gran tradición de la novela decimonónica y del pasado siglo la construyen quienes él llama «novelistas filósofos»: de Melville a Mann, pasando por Dostoievski, Proust o Kafka. El fracaso académico de la filosofía, su pérdida objetiva de poder social en torno a la segunda mitad del XIX, tras el agotamiento al que Hegel la somete y el ascenso de las ciencias experimentales, hace que su depósito de problemas se desplace con intensidad hacia el terreno de la ficción, y sobre todo hacia la más bastarda y sincrética de sus manifestaciones: la novela. En realidad, la filosofía me ha dotado de temas. En mis textos respiran las viejas preguntas seminales: el fracaso de la teodicea, la evidencia del mal, el aprendizaje para la muerte. Todos esos debates irresolubles y a la vez cruciales: libertad y necesidad, el mundo y su relato, ser y deber ser. El aspecto aporético de esas preguntas me interesa porque nos recuerdan la necesidad de la ficción. Las ficciones encarnan mediante figuras simbólicas las preguntas que la filosofía lanza. La historia de la literatura es el intento por resolver mediante personajes ciertos conflictos: Edipo, Hamlet, Stavroguin, Naphta, Rieux son filósofos ficcionados, caracteres que  se interrogan por su lugar en el mundo.

P: El horror está muy presente en sus novelas, los protagonistas lo frecuentan, lo fotografían o trabajan con él… ¿Es deslumbrante el horror? 

Retratos: Eva Ervas.

El horror provoca un doble movimiento: de fascinación por un lado, de repulsión por otro. Y provoca así mismo una tentación: reproducirlo. En Medusa, esta reflexión se lleva al límite, al fabular sobre la vida de un artista que hace del horror el alimento de su trabajo y preguntarse si las representaciones del horror se convierten en un mecanismo de denuncia o, por el contrario, en un estímulo del mal. Por eso se me ha cuestionado si no creo que Prohaska, el protagonista de Medusa, es un verdugo, un cómplice de los asesinos. Pero entiendo que hay una dignidad en mirar, en no apartar el gesto, en alcanzar el último recodo del camino. Prohaska no se regodea en lo visto. Él está ahí y no aparta la vista. Su testimonio tiene mucho de clínico, pero nada de cínico. Es un forense que testimonia de qué está compuesto un cadáver, no un médico que diagnostica una enfermedad y su posible o imposible cura. Pienso que un arte como el de Prohaska no solo es necesario, sino ineludible. La experiencia totalitaria del siglo XX obliga a contemplar el horror como elemento clave de la reflexión estética. Como dice Baselitz, la fealdad se convierte en la categoría fundamental. Y no me refiero a una fealdad estética, sino a una fealdad ética. Hay que dar cuenta de lo perverso, de lo terrible, pero no para estetizarlo al modo romántico, sino para mostrarlo en su dimensión humana. El arte contemporáneo, para aspirar a una posteridad, para evitar convertirse en la parodia de una inteligencia que se ríe de sí misma, debe acatar la enseñanza atroz del siglo pasado. Solo el arte que entra en diálogo con esas zonas oscuras del ser humano posee un sentido actual y una dimensión de futuro. Así, la experiencia histórica del siglo XX entierra cualquier pretensión de un arte juguetón. No es que después de Auschwitz ya no sea posible la poesía. Lo que no es posible después de Auschwitz es la frivolidad. Los asesinos del arte no son quienes fotografían niños a punto de ser devorados por buitres, sino quienes siguen proponiendo la banalidad como musa.

P: Y tras el horror, sus desvalidos y maltrechos personajes hacen lo que pueden para sobrevivir… ¿Expresamente rechaza en su escritura (quizá no solo en ella) cualquier acercamiento a un juicio moral?

La moral no debe depositarse en la sustancia de la escritura, en los posibles juicios que el novelista emita al respecto, sino en la concepción de la literatura que se maneja, en la convicción de que es algo que no tiene nada que ver con el gusto, el prestigio o la fama, sino que constituye una actividad incómoda, que nace de un fondo de insatisfacción. El novelista no debe pontificar o convencer, sino mostrar y conmover. No responder, sino preguntar; no ilustrar, sino inquirir. Coetzee define al novelista como un redactor de expedientes acerca de la conducta humana. Y en los expedientes no prima el juicio, sino la vivisección, el escalpelo, la radiografía. Mostrar la realidad sin edulcorantes, en su brutal y diáfana claridad, sirviéndose de aquello que Onetti llamó «el espanto de la lucidez», me parece un propósito más que legítimo.

P: «Lo terrible del azar es que posee su lógica», se lee en Niños en el tiempo. ¿Puede sostener lo mismo fuera del libro? 

Lo terrible y lo hermoso. Ese carácter impredecible de una realidad que escribe recto con renglones torcidos. Me fascina el hilo fragilísimo que nos vincula a la existencia, a la cordura. Como me fascina la evidencia de que, se mire como se mire, la casualidad que nos rodea y nos define acaba por construir un relato coherente. La única necesidad que acepto es la de las leyes físicas: que si intento volar me mataré, que el fuego quemará mi piel, que mi vida celular posee un reloj limitado. El resto es incertidumbre, acaso, posibilidad siempre abierta. Ese es el sentido de la frase aludida. Pienso en Andreas Lubitz, el piloto que estrelló el avión del vuelo Barcelona-Düsseldorf. Qué preguntas no resuenan en ese suceso. Por qué ese vuelo y no el siguiente. Por qué ese día y no otro cualquiera. Cómo perviven en ese acto términos como sacrificio, absurdo, divinidad, monstruo, fatalidad. Y cómo toda esa urdimbre de azar y a la vez de disciplina, de capricho y a la vez de determinación, construye a la postre una historia irrebatible, inmodificable, ineludible y, en ese sentido, «lógica». Sí, lo terrible del azar es que dota de sentido al sinsentido. Y lo hace porque las cosas han sucedido de un modo preciso, que no se puede cambiar.

P: También hay muchos hijos muertos en sus libros. ¿Es la literatura una forma de exorcizar los demonios, conjurar los traumas?

El escritor es alguien dotado de una capacidad singular: encarnar a sus demonios, poner rostro a sus temores mediante la ficción. Muchas personas conviven cotidianamente con sus miedos sin hallar un modo de combatirlos. El escritor, a través de su arte, puede al menos conversar con ellos. No es que se exorcicen o se venzan; sencillamente, se convierten en objeto de fabulación. Quizá late aquí la vieja idea de que nombrar el mundo es una forma de apropiarse de él, de que nombrar el miedo es una forma de que el miedo se convierta en algo doméstico, habitable.

P:  Los sueños, las visiones, tienen mucho peso en sus narraciones. En ellos aparecen Montaigne, Kafka, Jesús de Nazaret, Huysmans… ¿Con quién habla usted en sueños? ¿Con qué personaje histórico, filosófico tiene una conversación pendiente?

Mi héroe filosófico es Spinoza, a quien dediqué mi primera novela, La filosofía en invierno. Si pudiera escoger un personaje histórico con el que dialogar, o mejor dicho, a quien escuchar, sería él. Su dignidad me sigue conmoviendo. Y su lucidez a la hora de denunciar las causas finales como amparo y coartada de la tartufería religiosa me parece todavía hoy el primer paso en el camino hacia una emancipación plena de la razón. Eso que él llamó, de forma muy bella, la reforma del entendimiento. Spinoza continúa siendo para mí el Filósofo, cuanto de noble se esconde tras ese término.

P: Y continuando la pregunta anterior, ¿quién, qué personaje cree que necesita una segunda oportunidad, una «rehabilitación»?

Ahora que se cumple el primer siglo de la revolución bolchevique, los años que van de las jornadas de octubre del 1917 a 1921, con la introducción de la Nueva Política Económica tras la guerra civil rusa, siguen siendo uno de los periodos más fascinantes de la historia de la humanidad. Y dentro de ese marco, Lenin posee un aura abrasadora, como agente político y revolucionario puro, pero también como pensador y fuerza intelectual. Ha sido fácil desde la comodidad de las cátedras, las columnas de opinión y los parlamentos occidentales condenar a los actores de aquel tiempo como iluminados, terroristas, espíritus sanguinarios, sobre todo sabiendo lo que vendría después. Pero suponer que en el impulso revolucionario de octubre estaban dadas las semillas del terror de Estado y la experiencia del Gulag es falsificar la historia. Los primeros años de la Rusia Soviética siguen conmoviéndome por la fuerza de sus conquistas sociales y por el inmenso laboratorio de emancipación en que se convirtieron.
Por no hablar de lo que las vanguardias artísticas lograron proponer en la Unión Soviética entre 1917 y 1932, cuando se acuña el término «realismo socialista».

P: «Es la servidumbre de este oficio. Tomas el mundo, lo metabolizas y lo devuelves convertido en otra cosa», afirma su voz en conversaciones literarias con Jesús. ¿En qué «otra cosa» cree que convierte el mundo al escribirlo/reescribirlo? ¿En qué le gustaría convertirlo?

En un relato, por descontado. Porque la casa del relato es la casa del ser. Y asumo aquí sin rubor el tono heideggeariano. Y es que el hombre no es solo el animal que come pan de Homero, el animal que promete de Nietzsche o el animal que usa gafas de Svevo; el hombre es, además, el animal que cuenta, el dueño de la narración, quien pone nombre a todo aquello que no es él. Escribir es, antes que nada, nombrar el mundo, llenarlo de significado, procurar un vector de sentido a una realidad que carece de él. La necesidad de grandes relatos que nos contengan, que nos definan, que nos recojan, siempre me ha parecido la justificación última de la literatura, la deuda decisiva de la escritura con la oralidad. Un pueblo sin narradores es un pueblo sin horizonte. Podrá conquistar la felicidad, la libertad e incluso la justicia, pero será incapaz de decirlas. No se sabrá feliz, libre ni justo porque carecerá de ficciones que simbolicen semejantes figuras.

P: A vueltas con las imágenes. Algunos personajes las rechazan; otros, como el mencionado fotógrafo de Medusa, vive de ellas y con ellas y a pesar de ellas… Parecen decisivas en su narrativa. ¿Cuál es su relación con ellas?

Íntima, por descontado. Y es que a veces olvidamos que la escritura es la generadora de imágenes por antonomasia. La disyunción palabra o imagen siempre me ha parecido errónea por incompleta. Ninguna actividad humana ha generado semejante caudal de imágenes como la escritura. Pensemos en Platón y en sus metáforas; pensemos en la poesía de Baudelaire o Rimbaud; pensemos en los relatos de Poe; pensemos en las alegorías kafkianas. La capacidad de seducción, el aparato imaginario que dichos textos esconde y genera es apabullante, y en cierta medida hace palidecer las representaciones icónicas que han pretendido ilustrarlo. Por otro lado, siempre me ha fascinado la pintura, desde sus orígenes hasta su actualidad, hasta el punto de que le he dedicado dos libros, el ya mencionado Medusa y, sobre todo, La luz es más antigua que el amor. Como cumbre y depósito de la representación humana, al menos hasta el advenimiento de la fotografía, la pintura ha reclamado siempre la voluntad de ser dicha, nombrada, narrada. Contenida en una encáustica de Al Fayum, en una Anunciación de los primitivos italianos o en un paisaje de Corot, la mirada del pintor, al fragmentar la realidad, ha encerrado la vocación de aprehender un pedazo del mundo que aspiraba a ser interpretado mediante palabras. Incluso la llamada pintura abstracta, donde la figura se ha evaporado y el cuadro no encierra sino las voliciones o la irracionalidad del artista hecha mancha, trazo, cifra esotérica, ha demandado la disposición por parte del escritor a desvelar qué escondían esas tramas en apariencia inescrutables.

P: ¿Es usted filósofo a ratos», como pregunta uno de sus personajes, el inspector Manila? ¿Cree que todos lo somos al menos en algún momento?

Deleuze nos recuerda que, ante una pregunta que se tiene por mordaz e irónica, cuando alguien nos interroga con indisimulado desdén acerca de la utilidad de la filosofía, nuestra respuesta debe ser que sirve para entristecer. Que dado que la filosofía no sirve al Estado ni a la Iglesia, ni a ningún poder establecido, su función es entristecer. ¿Qué significa entristecer en este contexto? Significa denunciar la estupidez en todas y cada una de sus manifestaciones, atacar la bajeza y ruindad del pensamiento en sus múltiples formas. Creo firmemente que hay una actitud filosófica ante la vida. Una actitud que consiste en ejercer la razón. En no aceptar principios de autoridad, apriorismos epistemológicos, la constante tentación de hacer metafísica. En negarse a acatar la estupidez, la bajeza y la ruindad. De modo que, volviendo a la pregunta que nos ocupa, diría que hay pocos filósofos en el mundo, al menos en el sentido deleuziano.

P: A ese personaje le da miedo pronunciar «alma». Él cree en ciertas cosas: Kant, el contrato social, la tabla periódica… ¿En qué cree usted?

En cierta idea de Romain Rolland que Gramsci adoptó como lema. Que debemos vivir desde el pesimismo que nos concede la inteligencia, pero obrando desde el optimismo de la voluntad.

 

La filosofía en invierno, editado por KRK Ediciones.

EXPLÍCITAMENTE FILOSÓFICO

La filosofía en invierno es uno de los primeros títulos de Menéndez Salmón. Lo publicó en 1999 KRK Ediciones y tiene como protagonista a Baruch Spinoza. El autor lo muestra en toda la dignidad de la carne; como un ser que amó, sufrió y murió. Con los lamentos en la hora postrera, con el temor y el reproche ante el indolente futuro: “De un lado queda el mundo con el hombre; del otro queda el tiempo solo, sigiloso, sibilino. De un lado quedo yo, que asisto al desprecio del público, la oscuridad, la pálida calma; del otro queda el tiempo, que no conoce ni sirve a señor alguno, que en mí se burla de cuanto reposa (…).
Los avatares de su vida y su muerte se cruzan con los de un erudito estudioso de su obra siglos después, hipocondríaco y adicto que se verá envuelto en un asesinato. La intención del autor, pensar que el libro “haya podido acercar siquiera a un único lector el maravilloso esfuerzo intelectual y liberador que representó Spinoza para la cultura europea. Ese y no otro se me antoja el mayor elogio que La filosofía en invierno podría merecer”.

El Sistema, ganadora del Premio Biblioteca Breve 2016, editado por Seix Barral, como la mayor parte de la obra de Menéndez Salmón.

LA REALIDAD DE LA FICCIÓN

Menéndez Salmón escribió esta novela en Bamberg (Alemania). Igual que los cuadros impresionistas, que cobran sentido cuando se ven desde lejos, esta novela quizás tomó forma en y por la distancia. Es la historia de un territorio gobernado por Ideólogos y Forenses. Da cuenta de ella un narrador, guardián panóptico, testigo de los choques entre las fuerzas que integran el territorio; los Propios y los Ajenos. El Sistema funciona, se alimenta a sí mismo y se autorregula, absorbiendo conflictos de mayor y menos importancia, que, al final, lo único que proporcionan es continuidad. Pero ¿qué ocurre cuando aparece algo o alguien verdaderamente ajeno a la organización? Es más, ¿puede existir alguna entidad que dibuje una falla, una grieta, un vacío? ¿Supondría eso un enfrentamiento latente, explícito? ¿Cuál sería su destino, sus consecuencias? El Sistema es el desarrollo de estas hipótesis, interrogantes posibles en medio de un escenario distópico –como lo han calificado–, pero tan familiar…

(Esta entrevista se publicó en el número 54 de la revista Filosofía Hoy)

Publicado por

Pilar Gómez Rodríguez

Periodista cultural. Escribo sobre filosofía, literatura, arte, diseño arquitectura... Los libros casi siempre andan por ahí. Publico en digitales y medios impresos como La maleta de Portbou, Coolt, El Salto, Nueva Revista, La Marea... Colaboro con publicaciones como “Diseño interior”, “La aventura de la Historia” o “Descubrir el Arte”. Y soy escritora. Autora de tres obras publicadas: los libros de relatos "Siete paradas en el país de las sombras", en Edaf; "La carretera de los perros atropellados" en Xorki; y la novela "La otra vida de Egon", en Gadir. Me encontráis en letrasyfilo@gmail.com

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *